Conferencia leída en el Primer Encuentro de Crónicas de San Cristóbal, organizado por el Dr. Luis Hernández Contreras, Cronista de la ciudad de San Cristóbal, el 16 de julio de 2016, en la sede del Colegio de Ingenieros del Estado Táchira.
«L'amour pour principe et l'ordre pour base, le progrès pour but» (Auguste Comte, 1798-1857)
San Cristóbal, la ciudad de la 'Torre de Niebla'
Cuando la mirada del transeúnte profundiza -con curiosidad
inquisitiva- en el conocimiento de la ciudad, desde las esquinas de las viejas
casas o desde las rejas de madera de las últimas ventanas que se resisten a
desaparecer, la misma se hace trascendente entre la bulliciosa realidad que lo
rodea, por cuanto ahora caminará sus lineales y pendientes calles como quien
recorre páginas escritas entre envejecidos documentos.
Si se tratase de resumir el amplio proceso histórico de la ciudad de San Cristóbal, desde la época preurbana aborigen hasta la consolidación del hecho urbano en el siglo XVIII, bastaría con aducir que la permanencia de la misma fue producto de la perseverancia del hombre contra la adversidad: su existencia derivó de un constante desafío frente a todas los infortunios naturales y humanos que condicionaron su crecimiento y su paisaje urbano, en los tres primeros siglos de existencia.
Su geografía, terrazas y colinas, fueron marcadas en tiempos
inmemoriales por el arribo de grupos humanos aborígenes alrededor del año 3.000
a.C. Ya, en el siglo XVI, los descendientes de estos primeros pobladores se
hallaban en un estadio evolutivo de tipo tribal, en una organización social más
definida en relación con lo que podía significar su organización política y
económica.
En lo étnico, formaban parte del patrón poblador andino establecido
a lo largo de la cordillera de los Andes, donde el espacio geográfico central tachirense,
por su misma geomorfología de fosa tectónica, se convirtió en el principal nudo
comunicacional que facilitó la llegada y cruce de diferentes pueblos migrantes
como los chibchas y arhuacos desde las tierras altas y los caribes y jiraharas,
desde las tierras bajas y el piedemonte.
Luego, cuando nuestro avezado transeúnte, convertido ya
en un verdadero peregrino en el tiempo, quiere bosquejar desde el mismo centro
de la plaza mayor, el origen de San Cristóbal, comprende que la urbe fue el
producto de los sueños, los deseos y los temores de los conquistadores sobre
las serranías que le rodean. Fue producto, en primer lugar del propio proceso
de ampliar horizontes sobre la Terra
Ignota o la tierra desconocida más allá de la tramontana occidental de la
Gobernación de Venezuela, proceso iniciado a partir de la fundación de la
ciudad de Nuestra Señora de la Limpia y Pura Concepción del Tocuyo en 1545, y
de las expediciones pobladoras provenientes del Nuevo Reino de Granada quienes,
con un ímpetu similar al de las ciudades-colonias de la antigua Grecia dieron
origen a la cadena de ciudades cordilleranas de Santa Fe de Bogotá (1538),
Tunja (1539), la Nueva Pamplona en 1549 y Santiago de los Caballeros de Mérida
en 1558.
De los enfrentamientos jurisdiccionales entre estas últimas
dos nuevas ciudades americanas, surgirá la chispa creadora de la ciudad de
nuestro tiempo. Si bien, San Cristóbal -como idea sobre papel- fue pensada sólo
como un sitio de paso de camino o de posada, puesto de avanzada sin términos ni
jurisdicción; como una villeta de cristianos, dependiente de las autoridades de
la ciudad de Pamplona, en el mismo momento de su fundación se hace realidad –por decisión personal del capitán fundador,
el salmantino Juan Maldonado y Ordóñez de Villaquirán, un 31 de marzo de 1561- como
una nueva urbe en el concierto de ciudades del mundo, con pleno poder municipal
y con una vasta jurisdicción propia, recibiendo el protocolar nombre de Villa de San Cristóbal del Nuevo Reino de
Granada de las Indias del Mar Océano.
Así, traza la plaza mayor, divide en cuadras y solares el perímetro urbano, y señala
sitio para la iglesia y casas de Cabildo y Cárcel, porque con la ciudad, en
medio de la indómita naturaleza de las montañas tropicales, aparece un sitio
donde asientan las instituciones nuevas.
Por ello, la ciudad no solo fue lugar de paso o de
consolidación de la conquista, la ciudad fue algo más. Se hizo una nueva
realidad para la cultura, la humanidad y el derecho universal. Ante el hecho
irreversible de la autonomía municipal y pese al contencioso jurisdiccional
iniciado con la ciudad madre de la cual acababan de ser separados –pleito que
se prolonga hasta principios del siglo XVII–, las familias fundadoras de San
Cristóbal, desde su concepción humano-occidental, greco-latina e hispánica, afrontaron
con coraje y decisión la enorme tarea de afianzar el pequeño núcleo urbano,
pacificar, colonizar y labrar sus entornos así como comenzar a ejercer dominio
sobre los primigenios moradores, sobre los ejidos y vastos términos o el hacer
respetar la jurisdicción política y judicial asignada.
San Cristóbal, en sus orígenes, no sólo fue ciudad, fue
toda una región. Aun cuando nunca superó su condición de villa, como hecho
poblador representó el origen, fundamento y punto generatriz del actual Estado
Táchira. Los límites municipales que le asignó el Capitán Juan Maldonado, se
extendieron por el norte hasta el río Catatumbo; por el sur hasta las tierras
llanas de la provincia de Venezuela; por el este hasta el paso de Pueblo Hondo,
frontero con Mérida y por el oeste con el río de los valles de Cúcuta, frontero
con Pamplona. Esos límites -con las reducciones del tiempo, son los límites de
la región tachirense.
Así, a todo lo largo del período hispánico, y no sin
superar dificultades naturales (consecutivos terremotos) y humanas (ausencia de
incentivos pobladores por la escasa mano de obra aborigen, ausencia de
explotación de minas de metales preciosos o tierras llanas para el desarrollo
de grandes haciendas cacaoteras), la fijación y consolidación de la exigua
población en torno a la plaza mayor, respondió a un proceso dinámico de
acomodamiento donde contribuyeron factores tanto de orden
económico-administrativo como civil y religioso que encuentran su máxima
expresión en la segunda mitad del siglo XVIII cuando se define y consolida el
carácter propiamente urbano de la Villa.
Por igual, el proceso urbanizador también fue extendido
por las autoridades españolas a la organización de la población nativa en
pueblos medulares o pueblos principales (resguardos de Guásimos y Capacho). Esa
organización se fue modelando en un proceso de agrupación y redistribución de la
población aborigen en torno a centros de adoctrinamiento; expresión por igual
de un urbanismo regional que se desencadena con la fundación de la Villa de San
Cristóbal y que replantea una nueva visión del paisaje rural del primigenio
espacio tachirense con sus respectivas consecuencias sociales y económicas. De
esta época de pueblos de doctrina, sólo nos queda un testimonio urbano, el
caserío de Toituna.
Ahora bien, si revisamos la cantidad y calidad de las
creaciones que moldearon el urbanismo durante los siglos XVI, XVII y XVIII, se
tiene que –aun cuando la traza de San Cristóbal se inscribe en el modelo ortogonal
renacentista español implantado en América, donde la línea recta representa el
elemento básico del trazado generador para los espacios abiertos, plazas, y
calles–, los objetos arquitectónicos erigidos sobre ese trazado y cargados de
significación para la comunidad (la iglesia mayor con su única torre alta, la ΄torre
de niebla΄ de las glosas del Dr. Aurelio Ferrero Tamayo, el convento
agustiniano, las casas de cabildo y cárcel y las casas de morada y sus solares)
resultaron obras en extremo modestas.
Torre de Niebla, obra de historia en glosa del Dr. Aurelio Ferrero Tamayo, en la cual se presentan los primeros documentos sobre la construcción de la Iglesia parroquial de la Villa de San Cristóbal y su torre en mamposteria, en el siglo XVI. Fue publicada con ocasión del cuatricentenario de la ciudad de San Cristóbal (1561-1961) e impresa en los talleres editoriales «Vanguardia». El dibujo de la portada, en plumilla, fue realizado por el eximio artísta tachirense Manuel Osorio Velasco (Foto: Samir Sánchez, 2016).
Construcciones de techo pajizo, horcones, paredes de
bahareque y tierra pisada –mestizaje cultural de técnicas constructivas
aborígenes y españolas- predominaron hasta inicios del siglo XVIII, sobre las
escasas de techo de teja, paredes en tapia pisada o en sillería, columnas y
patios a lo andaluz; todo ello reflejo del medio natural -tierras de aluvión- y
de las condiciones económicas de los moradores de la Villa.
En lo productivo y social, el entorno urbano y rural de
la Villa de San Cristóbal en la etapa hispánica, mantiene todos los
ingredientes propios de las provincias periféricas o menos productivas
económicamente de los dominios españoles americanos. Encontramos una dedicación
agropecuaria sin exclusividad señalada, una autarquía que buscaba la
subsistencia y la propiedad inicialmente distribuida en varias manos pero que,
con el proceso de colonización– se va reduciendo a pocas manos generando a su
vez una distribución social piramidal, dada la existencia de un mayor número de
labradores-jornaleros y ausencia de una burguesía urbana, o clase de
comerciantes y mercaderes, emprendedora.
Los reducidos propietarios –los vecinos principales o
encomenderos, especie de terratenientes quienes ejercen el poder político y dominan
los medios económicos– conservan una preferencia por residir e invertir en sus
hatos, estancias y haciendas del medio rural en detrimento de la consolidación como
ciudad de la Villa, hecho que sólo se alcanza a fines del siglo XVIII.
Plano urbano de la ciudad de San Cristóbal, para 1883. Archivo Histórico de la Municipalidad de San Cristóbal (Foto: Luis Hernández Contreras, 2016).
Este proceso se logró pasada la crisis urbana del seiscientos, causada tanto por los sucesivos terremotos como por los constantes ataques de grupos aborígenes no pacificados. En este momento, la estructura socioeconómica encuentra el medio adecuado para desarrollarse sin tropiezos, hasta alcanzar, en los últimos años del siglo XVIII, un posicionamiento como el segundo centro más poblado de la provincia de Maracaibo, en la Capitanía General de Venezuela.
Así, el orden y unidad urbanística mantenida entre el siglo
XVI y el XVIII, se caracterizó por definir el paisaje urbano de la ciudad de
San Cristóbal como un pueblo aislado y de monótona arquitectura –donde los
materiales de construcción, simples, adquirieron una singular adaptabilidad en
moradas, iglesias y caserones–, como un villorrio esparcido sobre la rígida
cuadrícula fundacional rodeada a su vez por un espacio ruralizado y con
preeminencia de las labores agropecuarias por sobre la actividad comercial.
Actividad que sólo a fines del siglo XVIII, cuando se reconoce su favorable
posición geográfica como nudo comunicacional con los llanos de Venezuela y con
el Lago de Maracaibo, presenta un incipiente desarrollo al posicionar el
excedente de sus productos –ganado, tabaco, café y cacao- en los mercados portuarios
de Maracaibo y Cartagena de Indias.
Plano urbano de la ciudad de San Cristóbal, para 1903. Archivo Histórico de la Municipalidad de San Cristóbal (Foto: Luis Hernández Contreras, 2016).
San Cristóbal, la Metrópoli
Ya, en nuestro tiempo, el transeúnte que nos ha guiado en
este recorrido y quien guarda en su mente el recuerdo todo ese orden constructivo
urbano, detiene su mirar, absorto, ante la segunda mitad del siglo XX. En ese
momento, la bucólica ciudad quedó abrumada por las urgencias del desarrollo y
por las presiones de un crecimiento acelerado no previsible, escasamente planificado
y supervisado. Ese crecimiento introdujo masivos cambios y transformaciones
indiscriminadas, aun cuando algunos de los proyectos fueron acertados y representaron
en su momento obras punteras del urbanismo moderno, como fue el caso de la
Unidad Vecinal.
El crecimiento de San Cristóbal llegó a desbordar todos
los cálculos posibles y su marco geográfico, el valle de Santiago, se convirtió
en la morada de no menos de quinientos mil habitantes que, si bien –en lo
superficial- parece haber transformado la otrora villa en una metrópoli moderna,
ha precipitado a su vez una crisis urbana producto de la alteración de la milenaria
relación hombre-ambiente, lo cual se refleja en el agotamiento del modelo de
ciudad funcional ordenada y su sustitución por una metrópoli anárquica, fragmentada
y cada día menos humanizada.
La destrucción de las viejas y planificadas estructuras,
reconocida como el precio inevitable de la modernidad, devino en nuevas,
caracterizadas por la separación entre arquitectura y construcción o lo que es
lo mismo entre el arte y la edificación, dando origen a la utilitaria «colcha
de retazos» urbanos de la ciudad que conocemos.
Una de las consecuencias más negativas de esta crisis
urbana la encuentra nuestro atisbador transeúnte, en el casco o zona histórica
de San Cristóbal. El solar nativo de la ciudad sucumbió ante la pérdida de la
capacidad natural para continuar siendo el centro físico de encuentro de sus
habitantes y celebración de grandes acontecimientos, el lugar de asiento de los
poderes públicos y el espacio para las actividades culturales.
Un viejo pueblo dentro de una ciudad moderna
En la actualidad, la zona histórica -desde lo humano- semeja
más el barullo de una ΄estación de metro neoyorkina΄ de día y una guarida
victorhuguiana de la ΄cour des miracles΄
o ΄corte de los milagros parisina΄, de noche. Su aspecto -desde lo construido- devino
en una especie de daguerrotipo arquitectónico deteriorado, desarticulado y
anárquico, representando la fractura más visible de la continuidad de la raíz
histórico-cultural que unía al habitante de San Cristóbal con su hábitat urbano,
a lo largo de más de cuatrocientos cincuenta años.
Frente a esta situación de extinción de la memoria y del
orden urbano, nuestro transeúnte vuelve su mirada a la historia y se cuestiona
¿qué no hicimos bien? Vuelve a la retrospección de la ciudad y al propio
conocimiento de sus raíces, de su identidad y de su legado, y utiliza ese valioso
instrumento memorial como herramienta esencial, al momento de plantear
soluciones factibles contra esta crisis que afecta a la urdimbre de la ciudad
de San Cristóbal.
Esta vez -definiendo una visión de futuro- dirige su
mirada hacia el horizonte para plantearse un gran reto. Reflexiona, y luego se difumina
–calle arriba, alejándose de la plaza mayor- entre una multitud que transita
ensimismada. No obstante, el eco de su reflexión final nos interroga a nosotros:
aquella ciudad hospitalaria de la torre de niebla, la de alegre cielo y
apacible temple que subyace tras la vetustez y la colcha de retazos, reclama desde
su ruinas -para toda la urbe- una nueva planificación, urgente y ambiciosa, una Renovatio Urbis. Una
planificación que, sustentada en su densidad humana y económica, la transforme
en la Splendorem Civitatis sin igual del
occidente venezolano, en la gran metrópoli, internacional, moderna, funcional, donde
hombre y naturaleza convivan en perfecto equilibrio; en una metrópoli de amplios
espacios cívicos y de una extraordinaria cartelera cultural, en una metrópoli
de ciudadanos comprometidos y guiados por valores humanos y sociales
compartidos, en una metrópoli movilizadora de sueños y proyectos. San Cristóbal,
nuestra ciudad eterna, se lo merece. Gracias.
Samir A. Sánchez
Colegio de Ingenieros del Estado Táchira, San Cristóbal, 16 de julio de
2016.
Afiche promocional del Primer Encuentro de Crónicas de San Cristóbal 2016. Diseño y diagramación T.S.U. Sigrid Márquez Poleo, 2016. |
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