Palabras con motivo de la
presentación y bautizo del libro «Evocando el recuerdo. Historia de mi terruño
San Pedro del Río» del Dr. Carlos Moreno.
Iglesia parroquial de San Pedro del
Río, 28 de junio de 2015, vísperas de la memoria y festividad de San Pedro
Apóstol
Quiero
en primer lugar, expresar mi gratitud al Dr. Carlos Alberto Moreno por el honor
que me han conferido de llevar las palabras de presentación de su libro
«Evocando el recuerdo. Historia de mi terruño San Pedro del Río» (Talleres Gráficos Universitarios, Mérida-Venezuela, 2015).
Nuestra
presencia aquí tiene el valor de un testimonio. La asumo como una expresión de amistad
pero, por igual, de reconocimiento por parte de la familia Moreno Escalante a
los padres fundadores y pobladores de esta población y parroquia del sur geográfico
del Municipio Ayacucho.
Así, en mi condición de Cronista Emérito, les
hablo en nombre de la muy antigua Villa de Lobatera, la tierra de sus mayores.
Si quisiéramos abarcar esa expresión, «tierra
de sus mayores», la misma se podría resumir con los versos de un viejo
bambuco neogranadino: «Fue fundadora de pueblos con el tiple y con el hacha, y
con el perro andariego que se tragó la montaña, / fue cuna fiel de mis abuelos y
tesoro de la patria».
Por ello, «Evocando el recuerdo. Historia de mi
terruño San Pedro del Río», viene a ser el vaso comunicante y la continuidad
generacional de esa obra –plena de difíciles y arduas historias humanas de
apego a la tierra que ganaban- iniciada en los albores del siglo XIX, que pasa
por la compilación de los escritos de su padre, el Señor Luis Alberto Moreno
Suárez y finaliza en un libro de nuestro tiempo, en la obra del Dr. Carlos
Moreno.
Nos encontramos, así, ante un impresionante
trabajo y una memoria agradecida.
Les manifiesto, en primer lugar, que tengo por
el Dr. Carlos Moreno una singular admiración. Su carácter como médico ejemplar
y su dedicación en el indagar sobre la memoria histórica de su tierra
-siguiendo los pasos paternos- son valores eminentes y escasos en estos tiempos
de globalización, culto superfluo y desapego por la tradición. Las dos
cualidades referidas inicialmente, transmiten valor y trascendencia al libro que
hoy entrega a su gente, cuando los bronces de la Iglesia Universal repican la
hora del oficio divino de vísperas, por la solemnidad de San Pedro apóstol.
De esta forma, respetuosamente les pido,
acompáñenme en su recorrido.
Se abre el libro con la frase bíblica que le
imprimiera la docta pluma de Monseñor Mario del Valle Moronta Rodríguez, Obispo
de la Diócesis de San Cristóbal, «Hijos de la tierra». Frase que ubica y
contextualiza al lector en las dimensiones de tiempo, espacio y trascendencia.
Quien desconoce el lugar de origen, desconoce al mismo tiempo lo que anhela en
concreto y, por consiguiente, quién es él mismo. Como dijera el poeta, va sin camino y sin nombre.
Los capítulos siguientes, desde el primero al
séptimo, nos adentran en las historias, vidas y senderos recorridos por los
patriarcas, entre montuosos cerros donde el viento huye, calcina el sol y el
rayo muere, en la tramontana de Lobatera; hasta el encuentro con la
tierra prometida en el iluminado espacio del valle de la Chirirí, donde la
frescura de las aguas que lo bañan y la opulencia con que respondían los
sembrados, les permitieron hacer surcos tan profundos en el alma de sus
descendientes que ni las contrariedades de los hombres ni la mudanza de los
tiempos pudieran destruirlos.
Cierra este ciclo, el relato de una acción
bélica olvidada: la batalla de la Chirirí, el 11 de agosto de 1886, entre
liberales comandados por el General Espíritu Santo Morales y conservadores por
el Coronel Cipriano Castro, ascendido a general luego del encuentro. Para unos
fue su bautismo de fuego, para otros el inicio de una brillante carrera
militar, para la Patria, el derramar de la sangre de sus hijos, entre montañas
de ceniza fratricida. Como bien lo reseña el padre del autor: «el combate de La
Chirirí deja un solo triunfador, Castro y la derrota de un caudillo Morales».
Este lugar, como lo sostiene en su obra el Dr.
Moreno, necesita de un monumento que recuerde y advierta. Que recuerde las
vidas cegadas allí en defensa de una idea; pero que a su vez sea advertencia y
nos aleje de los dantescos ecos de la sentencia que resonó en España en 1835,
en voz del periodista Mariano José de Larra: «Aquí yace media España, murió de
la otra mitad».
El capítulo octavo está dedicado a la historia
eclesiástica de San Pedro del Río. De todos es conocido que en el proceso de
formación de nuestros pueblos, la Iglesia Católica tuvo y tiene parte
prestantísima. Así, el relato sobre cómo la piedra bautismal asentó sus reales en
el pueblo y cómo una sucesión de párrocos cuidaron de la feligresía, nos
recuerda que las manos de madre y maestra de la Iglesia trabajaron por el
engrandecimiento de la Patria.
Un capítulo noveno, nos retrotrae exactamente
ciento diez años años en el tiempo, a una efemérides: la creación del Municipio
Castro. Figura político territorial con la cual, San Pedro del Río y sus aldeas
circundantes, entraban, de hecho y de derecho, a formar parte de la geografía
jurisdiccional municipal tachirense, dentro del otrora Distrito Ayacucho,
actual municipio.
El acta de instalación, con la cual se dio el ejecútese
al decreto de la Asamblea Legislativa del Estado Táchira expedido en noviembre
de 1904, se inicia con el bucólico nombre de «En la aldea Río de las Casas»,
sustantivo compuesto del cual encontramos, en comarcas cercanas, idénticas
referencias como la denominación de la aldea «Potrero de las Casas», de
Lobatera, en viejos documentos de fecha 21 de julio de 1804.
Los vaivenes políticos de la historia de Venezuela,
hicieron que el epónimo «Castro» resultara incómodo para partidarios y aduladores de oficio -infaltables personajes de la picaresca política venezolana- del
nuevo régimen Rehabilitador del 19 de diciembre de 1908 y por ello, en 1914,
cambia el restaurador epónimo del Municipio y de su capital, para siempre –como
bien lo sentencia el Dr. Carlos Moreno- por el apostólico y argénteo nombre de
«San Pedro del Río».
En el orden familiar, de la lectura de los
apellidos de quienes rubrican el acta de 1905, queda en evidencia como la
sangre de los fundadores, que hemos seguido de generación en generación,
continúa corriendo como timbre de orgullo que aún exhiben los Casanova,
Márquez, Suárez, Colmenares, Moreno, Noguera y Morales, entre otros.
Los capítulos del décimo al décimo segundo, en
palabras que quiero tomar de nuestro recordado Rector de la Universidad
Católica del Táchira, el P. Arturo Sosa, S.J., son «los más sabrosos del
libro». Verdaderas anécdotas para no olvidar la historia. El lápiz del autor
–en la evocación de los escritos de su padre- nos lleva a conocer personajes de
ilustre actuar, pasando por datos tan vivenciales como las primeras panaderías
–todas regentadas por mujeres de abolengo y carácter recio como Doña Doromilda
de Moreno, Concha de Colmenares o Fidelia Moreno de Porras-, el refranero
popular, las leyendas que se contaban junto al fogón o las fiestas, hasta el
eco marcial de la Banda Bolívar la cual -difuminada en el tiempo- aún desfila
sobre las viejas calles, iluminadas por los faroles del recuerdo, en lo más
profundo de la memoria agradecida de los ancianos del pueblo.
En paráfrasis del Deuteronomio, podemos afirmar
que todo habitante de San Pedro del Río debería tener y conocer esas vivencias,
como un pacto entre su historia y su presente, para que siempre las conserve y
lleve escritas en su alma y en su corazón.
Los capítulos del décimo tercero al décimo
octavo, son un canto a la tierra, a la propia y a la de los orígenes. Es un
retorno a las raíces de las cuales brotó la oriflama emblemática de San Pedro
del Río.
El lector conocerá, con detalles, los principios
que dieron forma a la Villa de Lobatera. De allí, sin más pertrechos que
algunos instrumentos de labranza y un espíritu emprendedor, parte de sus
pobladores abandonaron el cálido terruño para marchar y hacerse compañeros de
la neblina y la bruma en la loma de Santa Rosalía de Palermo de Borotá; labrar la fértil
planicie de San Juan de Colón y divisar desde allí el pétreo mar de las
inmensas llanuras del lago marabino, donde tras el correr del tiempos los
pioneros del ferrocarril fundarían, en 1915, Estación Táchira o San Félix;
buscar los aires que la brisa del páramo esparcía por las praderas de San Juan
Nepomuceno de Michelena; hasta descansar de fatigosas jornadas en las soleadas
vegas que, cubiertas por naranjos, mamoncillos y granados, bordeaban el
pastoril horcajo de San Pedro del Río, para luego conquistar y abrir caminos en
la selva ilímite, abrupta, sofocante y devoradora del Lobaterita, Guaramito, Uracá, del
Grita y del Zulia.
Todas ellas, tierra buena, tierra fértil, donde
la mano de Dios se volcó para hacer de la espiga luz y de la semilla, promesa
de fecundidad y productividad.
En síntesis, el libro «Evocando el recuerdo.
Historia de mi terruño San Pedro del Río», creo, no pretende otra cosa que
dejar por escrito el pasado de un pueblo. Aunque como se verá –al leerlo-
encierra un recordatorio siempre actual. Encierra también un anhelo y una
esperanza: que podamos encontrar, con la luz del entendimiento, el camino para
que San Pedro del Río continúe siendo la casa de la amistad, hogar de todos y
refugio del alma.
Si cabe decirlo, en palabras del filósofo: que
no pierda la tranquilidad de la población de provincia. Que sea el ordo amoris del santo doctor de Hipona,
donde lo económico –lo útil- sea soporte de lo estético moral –de todo lo que
es bello y es bueno-. Que propios y visitantes, en cualquier momento, al doblar
una esquina, desemboquen en una placita que traiga a la memoria el verso de
Lorca: La noche se puso íntima/ como una
pequeña plaza. O encuentre un jardín con tapia, que le haga evocar la
recatada belleza del huerto cerrado
del Cantar de los Cantares. O perciba, en el sosiego de un parque, la música callada,/la soledad sonora del
místico de las letras castellanas, San Juan de la Cruz. Que las piedras, tapias,
patios, aleros, esquinas y rincones no cedan ante la vorágine de una modernidad
vacía y superficial.
Al concluir estas ideas que he querido compartir
con ustedes y con las cuales intento estar a la altura de la grata invitación
que me hiciera el Dr. Carlos Alberto Moreno, autor del libro y de Mons. Dr.
Mario del Valle Moronta Rodríguez, prologuista, permítanme expresar dos juicios
que se complementan el uno con el otro. Primero, el libro que les he referido
tiene la gracia del pincel: perpetuar escenas y vivencias en la conciencia de
los hombres. Segundo, que bien luciría en las manos del Dr. Carlos Alberto
Moreno Escalante, la vara de Cronista Parroquial de San Pedro del Río.
Muchas gracias.
Samir A. Sánchez
San Pedro Apóstol, de Pedro Pablo Rubens. Óleo sobre tabla, 107 x 82 cm, entre 1610 y 1612, Escuela de pintura flamenca. Museo Nacional del Prado, Madrid (España). Reproducción con fines didácticos. |
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