Imagen de mujer y niña de regreso de lavar en el río (Foto: imagen referencial tomada de Internet, reproducción con fines didácticos, 2020).
Las lavanderas de los Clavellinos
Un digno oficio que quedó en la memoria del Táchira
"A todas las mujeres que silenciosamente han construido la historia"
Un digno oficio que quedó en la memoria del Táchira
"A todas las mujeres que silenciosamente han construido la historia"
Samir A. Sánchez (2020)
En la primera semana de febrero de 1978 se iniciaron los trabajos de la autopista San Cristóbal-La Fría en el tramo Lobatera-San Pedro del Río. El costo ecológico de esta obra –por cuanto nunca se pensó en él- sobrepasó todas las predicciones y cualquier utilidad material que pudiera dar esa vía.
En poco tiempo, la maquinaria pesada aniquiló la capa vegetal de antiguas plantaciones de árboles frutales, extensos cañaverales, secó fuentes de agua potable y aniquiló las reservas de la biosfera de las aldeas La Parada y La Cabrera, reduciendo esta última a casi su extinción, convirtiendo todo en un extenso desierto. Asimismo, desapareció el boscoso sendero que, desde Lobatera, llevaba al vetusto cementerio municipal.
Entre aquellos parajes desaparecidos y secas ya sus fuentes, existía uno merecedor de ser llevado a una pintura por Monet, Renoir o por el pincel de Gauguin. Ubicado en la tramontana (detrás de los montes) occidental de Lobatera, el lugar era conocido, desde la época colonial española, como “Los clavellinos” o “Las lavanderas de los Clavellinos”, en el sitio de los Juaguines (nombre derivado, con probabilidad, de la palabra coloquial “juagar”, aféresis de ‘enjuagar’, que significa aclarar o limpiar con agua los que se ha enjabonado previamente), en la aldea La Parada, nombre que deriva del primer conquistador en asentar allí su hato y los primeros cañaverales y trapiches, en 1634. Rodrigo Sánchez de Parada, regidor de la Villa de San Cristóbal.
El bucólico lugar se ubicaba en un recodo a la margen derecha (aguas abajo) de la quebrada La Parada (conocida en ese tramo, por los lugareños, con los nombres de ‘La Pocera’ o ‘La Posera’, derivado del antiguo nombre que tuvo la quebrada, en la época colonial: ‘quebrada de los Pozos’, próximo a la desembocadura de la quebrada Momaría en la quebrada La Pocera o La Parada, aguas abajo.
Bajo un cielo que proclamaba la excelencia del sol y de la luz de aquella tierra, a una vera del camino real, se presentaba como un paisaje cubierto por una cadena interminable de frondosos clavellinos que daban sombra. Próximos a la quebrada, eran dignos exponentes, para quienes vivían en sus alrededores, de una vida libre y en contacto directo con la naturaleza.
Allí, recordaban antiguos moradores como Don Roso Ramón Hernández Labrador y María Olga Guerrero Porras de Hernández, en las madrugadas de molienda de caña bajo las tejas de viejos trapiches cuyas mazas de piedra eran movidas en lentas vueltas por la fuerza de rumiantes bueyes, cuando se terminaba la faena, agotados, al salir y mirar al cielo, las estrellas parecían soles. Tal vez como los remolinos intensos de luz que pintó Van Gogh.
El agua que utilizaban las lavanderas, provenía de unas fuentes o nacientes que, en vertiginoso dinamismo, corrían hasta la quebrada y a su paso dejaban pozos de aguas cristalinas. Sobre las lajas de piedra, planas y rodeadas de esa agua, las señoras se sentaban a lavar y restregaban con mucho ahínco la ropa sobre otras piedras o amplias lajas que tenían frente a ellas. Al amparo de un sol inclemente, bajo la sombra de los clavellinos, el sudor de sus frentes era secado por la suave brisa que se encajonaba en la quebrada, la cual bajaba de las alturas de las montañas del Cazadero y el Botadero.
En este lugar se les veía laborar los días entre semana con su indumentaria peculiar, atávica. Los domingos, a primera hora de la mañana, luego de la misa de 9:00 am, recogían de las casas de Lobatera las ropas, la envolvían en una sábana grande de color blanco y se llevaban ese inmenso fardo a la cabeza, en la cual quedaba fijado sobre un chique, portándolo desde el pueblo y en bajada hasta los Clavellinos, en los Juaguines, entre serrijones, por caminos inclinados, abiertos o fragosos, con un único e impresionante equilibrio.
En poco tiempo, la maquinaria pesada aniquiló la capa vegetal de antiguas plantaciones de árboles frutales, extensos cañaverales, secó fuentes de agua potable y aniquiló las reservas de la biosfera de las aldeas La Parada y La Cabrera, reduciendo esta última a casi su extinción, convirtiendo todo en un extenso desierto. Asimismo, desapareció el boscoso sendero que, desde Lobatera, llevaba al vetusto cementerio municipal.
Entre aquellos parajes desaparecidos y secas ya sus fuentes, existía uno merecedor de ser llevado a una pintura por Monet, Renoir o por el pincel de Gauguin. Ubicado en la tramontana (detrás de los montes) occidental de Lobatera, el lugar era conocido, desde la época colonial española, como “Los clavellinos” o “Las lavanderas de los Clavellinos”, en el sitio de los Juaguines (nombre derivado, con probabilidad, de la palabra coloquial “juagar”, aféresis de ‘enjuagar’, que significa aclarar o limpiar con agua los que se ha enjabonado previamente), en la aldea La Parada, nombre que deriva del primer conquistador en asentar allí su hato y los primeros cañaverales y trapiches, en 1634. Rodrigo Sánchez de Parada, regidor de la Villa de San Cristóbal.
El bucólico lugar se ubicaba en un recodo a la margen derecha (aguas abajo) de la quebrada La Parada (conocida en ese tramo, por los lugareños, con los nombres de ‘La Pocera’ o ‘La Posera’, derivado del antiguo nombre que tuvo la quebrada, en la época colonial: ‘quebrada de los Pozos’, próximo a la desembocadura de la quebrada Momaría en la quebrada La Pocera o La Parada, aguas abajo.
Bajo un cielo que proclamaba la excelencia del sol y de la luz de aquella tierra, a una vera del camino real, se presentaba como un paisaje cubierto por una cadena interminable de frondosos clavellinos que daban sombra. Próximos a la quebrada, eran dignos exponentes, para quienes vivían en sus alrededores, de una vida libre y en contacto directo con la naturaleza.
Allí, recordaban antiguos moradores como Don Roso Ramón Hernández Labrador y María Olga Guerrero Porras de Hernández, en las madrugadas de molienda de caña bajo las tejas de viejos trapiches cuyas mazas de piedra eran movidas en lentas vueltas por la fuerza de rumiantes bueyes, cuando se terminaba la faena, agotados, al salir y mirar al cielo, las estrellas parecían soles. Tal vez como los remolinos intensos de luz que pintó Van Gogh.
El agua que utilizaban las lavanderas, provenía de unas fuentes o nacientes que, en vertiginoso dinamismo, corrían hasta la quebrada y a su paso dejaban pozos de aguas cristalinas. Sobre las lajas de piedra, planas y rodeadas de esa agua, las señoras se sentaban a lavar y restregaban con mucho ahínco la ropa sobre otras piedras o amplias lajas que tenían frente a ellas. Al amparo de un sol inclemente, bajo la sombra de los clavellinos, el sudor de sus frentes era secado por la suave brisa que se encajonaba en la quebrada, la cual bajaba de las alturas de las montañas del Cazadero y el Botadero.
En este lugar se les veía laborar los días entre semana con su indumentaria peculiar, atávica. Los domingos, a primera hora de la mañana, luego de la misa de 9:00 am, recogían de las casas de Lobatera las ropas, la envolvían en una sábana grande de color blanco y se llevaban ese inmenso fardo a la cabeza, en la cual quedaba fijado sobre un chique, portándolo desde el pueblo y en bajada hasta los Clavellinos, en los Juaguines, entre serrijones, por caminos inclinados, abiertos o fragosos, con un único e impresionante equilibrio.
El característico chique era un rodete hecho de paños o trapos retorcidos y colocado en forma circular sobre la cabeza, para llevar y soportar el peso de una tinaja, un bulto o un haz de leña cuando se transporta. Este el origen de un antiguo dicho tachirense: “el que primero raja, enchica”. Era una expresión del habla común o coloquial, basada en la acción de usar el chique.
La palabra “raja”, hacía referencia a rajar o cortar la leña. Queriendo decir, la primera persona del grupo que terminara de cortar la leña se la podía llevar a la cabeza y ser, a su vez, la primera en irse a casa.
En cuanto al trabajo de las lavanderas, este no menoscababa a la naturaleza. Para lavar la ropa, entre las risas pícaras de las más jóvenes y los cantos de colada de las mayores, hacían uso del tradicional jabón de tierra y para blanquearla la pasaban por coladas de lejía caliente. Esta lejía era un líquido hecho por ellas mismas, al igual que el jabón, a partir de cocinar ceniza de leña en agua hasta que ésta se disolviera. Al finalizar el trabajo del lavado de cada porción de ropa, la misma era extendida para que secara al sol, sobre los ramajes que, en forma de sombrilla, quitasoles o paraguas, tenían los frondosos clavellinos.
De los nombres de aquellas lavanderas que se han podido rescatar de la muerte del olvido, están los de la señora Lucrecia Casanova de Delgado, una muchacha de nombre Cristina que vivía con la señora Lucrecia y quien, a pesar de una discapacidad, la acompañaba con alegría en sus labores, y la señora Marta de Pernía. Ellas y su trabajo no han desaparecido, perdurarán y vivirán en nuestra memoria.
La ubicación y descripción del sitio de los Juaguines y de las lavanderas de los Clavellinos, se pudo reconstruir gracias a los datos aportados por la Profesora Olmanda Hernández-Guerrero (Boston, Estados Unidos), quien conoció ese lugar, por pasar su infancia allí.
La palabra “raja”, hacía referencia a rajar o cortar la leña. Queriendo decir, la primera persona del grupo que terminara de cortar la leña se la podía llevar a la cabeza y ser, a su vez, la primera en irse a casa.
En cuanto al trabajo de las lavanderas, este no menoscababa a la naturaleza. Para lavar la ropa, entre las risas pícaras de las más jóvenes y los cantos de colada de las mayores, hacían uso del tradicional jabón de tierra y para blanquearla la pasaban por coladas de lejía caliente. Esta lejía era un líquido hecho por ellas mismas, al igual que el jabón, a partir de cocinar ceniza de leña en agua hasta que ésta se disolviera. Al finalizar el trabajo del lavado de cada porción de ropa, la misma era extendida para que secara al sol, sobre los ramajes que, en forma de sombrilla, quitasoles o paraguas, tenían los frondosos clavellinos.
De los nombres de aquellas lavanderas que se han podido rescatar de la muerte del olvido, están los de la señora Lucrecia Casanova de Delgado, una muchacha de nombre Cristina que vivía con la señora Lucrecia y quien, a pesar de una discapacidad, la acompañaba con alegría en sus labores, y la señora Marta de Pernía. Ellas y su trabajo no han desaparecido, perdurarán y vivirán en nuestra memoria.
La ubicación y descripción del sitio de los Juaguines y de las lavanderas de los Clavellinos, se pudo reconstruir gracias a los datos aportados por la Profesora Olmanda Hernández-Guerrero (Boston, Estados Unidos), quien conoció ese lugar, por pasar su infancia allí.
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